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José Antonio Hernández | El amanecer de todo

El antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, tras minuciosos análisis de las aportaciones de diferentes culturas indígenas, nos descubren en El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad (Barcelona, Editorial Ariel, 2022) unos datos que, articulados con una singular coherencia y explicados con una sorprendente claridad, nos sirven para acercarnos a una nueva interpretación de la historia de la humanidad.


Nos ofrecen una serie de respuestas a preguntas que, quizás, muchos de nosotros, los especialistas en la historia de la humanidad y los que no lo somos, nos hayamos hecho alguna vez como, por ejemplo, por qué el mundo es un desastre o por qué los seres humanos nos tratamos tan mal unos a otros.

En sus propuestas, diferentes a las que se han venido repitiendo desde el siglo XVIII, nos explican y nos demuestran cómo las comunidades prehistóricas eran más cambiantes y menos torpes de lo que todavía piensan algunos antropólogos e historiadores actuales.

Tras descubrir que, por ejemplo, los principios básicos de las tareas agrícolas se conocían mucho antes de su explicación y de su aplicación sistemática, y que se conservaban y se transmitían a través de juegos y de formas de representación teatral, llegaron a la conclusión de que en la historia de la humanidad los rituales han actuado como lugares privilegiados para la experimentación social y como enciclopedias de proyectos sociales.

Es posible que seamos muchos los que, en algún momento, nos hayamos preguntado sobre las razones profundas de tantas guerras, todas ellas fratricidas, de la continua explotación o de la generalizada indiferencia ante el sufrimiento ajeno.

Pero, a mi juicio, la cuestión fundamental que los dos autores analizan es si esa inclinación permanente al desorden, al desgobierno, a la desigualdad y, en resumen, a la maldad, es una propiedad natural de los seres humanos o es la consecuencia fatal de algún comportamiento perverso en cierto momento de nuestra milenaria existencia.

Me resulta especialmente clarificador el análisis comparativo que los autores hacen de las tesis de Rousseau y de Hobbes, y su conclusión de que las dos propuestas son “sencillamente falsas, tienen terribles implicaciones políticas y hacen del pasado algo innecesariamente aburrido” (p. 14).

Es estimulante que los autores comiencen a contar otro relato más esperanzador tras reunir abundantes pruebas proporcionadas, sobre todo, por la arqueología, por la antropología y por diferentes modelos del desarrollo de las sociedades humanas a lo largo, aproximadamente, de 30.000 años. Sus propuestas –afirman– desmienten la narración tradicional, tras llegar a la conclusión de que la “gran imagen de la historia no tiene nada que ver con los hechos”.

Frente a la interpretación mantenida desde la Ilustración, Graeber y Wengrow proponen que “los avances más importantes desde las sociedades neolíticas, más que a un genio masculino, se basaban en un cuerpo de conocimientos colectivos acumulados, a lo largo de los siglos, sobre todo por mujeres, en una infinita serie de descubrimientos en apariencias humildes, pero, en realidad, enormemente importantes. Muchos de estos descubrimientos neolíticos tuvieron el efecto acumulativo de dar forma a la vida cotidiana de un modo tan profundo como lo hicieron el telar a vapor o la bombilla eléctrica” (p. 661).

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO