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Pepe Cantillo | Pasaporte para Utopía

Hoy quisiera invitar a los lectores a un viaje de ida y vuelta a la isla de Utopía. Ida para aprender, asimilar, hacer un racimo de propósitos que cumplir; vuelta para poderlos regalar a quienes nos rodean a lo largo de todo el año. Siempre la ilusión preñada de esperanza ofrece sueños que verdean con el confortante sol de primavera.


Etapas que vamos cubriendo en el viaje que es la vida, hacia un santuario final o hacia ninguna parte, dependiendo de los planteamientos asumidos e interiorizados por cada uno de nosotros. Un peregrinaje que deja atrás todas las huellas que no volveremos a pisar. Ilusiones, sueños, promesas, esperanzas, deseos, fracasos, frustraciones se arraciman a lo largo de todo ese trayecto vital.

¡Promesas! Somos conscientes de que hacer promesas es muy fácil, que cumplirlas no es tan sencillo y que olvidarlas puede ser lo más normal. Ser buenas personas es parte del desafío que debemos asumir, reto que depende de cada uno de nosotros. Por intentarlo, que no quede, aunque nos suene a irrealizable e inalcanzable. ¿Mera utopía? El mundo, nuestro mundo, sería un desierto sin la utopía.

Sitúo Utopía intentado explicar en qué consiste, qué ofrece, qué representa. Utopía es el modelo de ciudad ideal que plantea Tomás Moro (1478-1535), canciller de Inglaterra con Enrique VIII y que, por no doblegarse a los deseos del rey, fue decapitado. Es una de las obras más trascendentales de la historia de la literatura en la que Tomás Moro retrata cómo debería ser el Estado perfecto.

Paradójicamente, Utopía es una isla compuesta por cincuenta y cuatro ciudades-estado en donde todo está planificado para una convivencia humana organizada racionalmente. No existe propiedad privada y todos, tanto hombres como mujeres, trabajan para todos.

Vivienda, agricultura, política o distribución del trabajo y el asueto están debidamente organizados. Se vive en un ambiente de libertad, de tolerancia, incluso religiosa, donde la violencia está desterrada. Su ideal de vida es el pacifismo y su moral hedonista.

Moro está muy influenciado por La República de Platón y a su vez, él, será fuente de inspiración para que el filósofo Tommaso Campanella (1568-1639) escribiera la Ciudad del Sol o Francis Bacon (1561-1626) la Nueva Atlántida, obras en las que ambos ofrecen una concepción de ciudad ideal. La influencia de Moro está muy presente en pensadores de los siglos XVIII y XIX y entre ellos, en Carlos Marx.

Utopía, palabra inventada por Moro, significa “en algún lugar no existente” (u-topos). El estado perfecto solo existe en ese lugar utópico dominado por la razón natural y al que ni tan siquiera hubieran llegado los principios emanados del cristiano, según decía su autor.

La obra fue expurgada por la Inquisición. Indudablemente, Moro plantea una utopía inalcanzable, atrevida pero ilusionante: atrevida frente a la avaricia, el mangoneo de unos, la mentira, el interés por el beneficio propio y en contra del bien común de la mayoría.

Si a alguien le interesa conocer el perfil de este político, abogado y filósofo, le recomiendo ver la película Un hombre para la eternidad, en la que se dibuja un buen retrato de este pensador. La película, muy bien ambientada, no defraudará si consiguen ir más allá de los oropeles y las intrigas palaciegas; mucho menos defrauda la lectura de su magnífica obra. Un solo pensamiento como broche final: era un humanista de talla, una persona íntegra moralmente, comprometido con la verdad.

Pero como las ilusiones son las únicas golondrinas que vuelan libremente por nuestro cielo mental, no es de recibo tirotearlas con cartuchos de pesimismo o tristeza negadora y, por eso, voy a confeccionar una lista de peticiones. Son ideales para compartir con los demás: respeto, honradez, empatía, solidaridad, tolerancia, capacidad para con-partir, para ayudar... Esos serían algunos de los deseos que me gustaría cultivar.

Soñemos con ser lo suficientemente inteligentes como para desarrollar esas capacidades que nos permitan convivir con los demás, prestando especial atención a sus inquietudes, sentimientos, necesidades y, si es posible, derrochando empatía. Convivir es ser capaz de ponerse en la piel de los demás, tolerar, aceptar sin pretender moldear a nuestro antojo.

Ser capaces de respetar practicando una escucha activa, proponer antes que imponer en pro de soluciones a problemas comunes. Ello implica respetar los derechos de los otros y ser capaces de trabajar por el consenso.

Desterrar la violencia –ya sea física, psíquica, o ideológica– sería uno de los primeros escalones que subir en esta escalera para conseguir la armonía con uno mismo y con los otros. Y todo lo dicho no es una carta a los mercantilizados Reyes Magos, ni a Santa Claus, San Nicolás, Papá Nöel o a amigos invisibles que, instaurados en las flamantes catedrales de los centros comerciales, nos venden la luna y nos incitan a un consumismo desaforado –y en muchos casos superfluo– pero que despierta sensiblería y papanatismo en los paganos –los que pagan– que actuamos como marionetas manejadas por la enredante publicidad.

Los Reyes Magos han sido, hasta ahora, el universo imaginario de un mundo circundante que bien podríamos llamar pre-aldea global. Anclados en costumbres religioso-sociales, aun nos hacen vibrar a pequeños y mayores y eso está bien para no perder identidad cultural. El problema surge cuando derrochadoramente nos sumamos a todos los iconos festeros y de todos queremos recibir algo.

Es claro que cualquiera de estos personajes, ya sean autóctonos o importados, crean un gran revuelo. La ilusión en los más pequeños que, nerviosos y al grito de ¡me lo pido! esperan regalos, es contagiosa. Por su parte, los deseos de los mayores se ven bombardeados por las posibilidades económicas, porque la ilusión de todos los días es poder sobrevivir sorteando los impedimentos que nos pone delante la bandeja del día a día.

Volviendo a los planteamientos iniciales, tendremos que enfrentarnos al desafío de ser buenas personas. ¡Ojo! Ser solo bueno consigo mismo sería un solipsismo egoísta y poco rentable que no conduce a nada, porque hasta los espejos que reflejan nuestro empalagoso ego se llenan de vaho y deslucen la imagen.

En las blanquecinas paredes, frías sabanas mañaneras que envuelven un Llanete de la Cruz imaginario, buscaremos la recacha, ese lugar caldeado por un tímido sol, para calentarnos compartiendo esperanzas, ilusiones, emociones, alegrías mezcladas con algún dejo de añoranza, y quizás de amarga desilusión, porque por la angosta ventana de las estrecheces de miras ideológicas, religiosas o sociales no penetran las estrellas de la Utopía. ¡Suerte y al toro!

PEPE CANTILLO