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Aureliano Sáinz | El paso del tiempo

Creo que he comentado en un artículo anterior que por las mañanas suelo mirar un calendario que tengo colgado en el estudio y que fue editado por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Su singularidad procede de que cada día del mes viene acompañado con un comentario referido a un descubrimiento o al nombre de algún científico o científica que merece la pena ser recordados.


Hace unos días, el pasado 9 de julio, que caía en viernes, pude leer en letra pequeña: “2015. Un equipo de investigación del IGME de la Universidad Complutense y la de Barcelona encontró una mosca de hace 105 millones de años en perfecto estado de conservación: se había conservado en ámbar en la cueva de El Soplao (Cantabria) y aún llevaba una carga de polen en su abdomen”.

¡Una simple y vulgar mosca perfectamente conservada desde hace la friolera de 105 millones de años! Me paro un instante para poder calibrar lo que significa todo ese tiempo y al momento me surge la pregunta: “¿Dónde estábamos entonces nosotros, los humanos, tan ególatras que nos creemos el centro del Universo?”

La respuesta es clara y contundente: en ninguna parte, porque los inicios del homo sapiens se remontan a unos cuantos miles de años. Ni siquiera llegamos a un millón de años, que, al menos, nos daría un poco de categoría temporal y podríamos medirnos con las moscas.

Y ahora, retrocedamos mentalmente y recordemos que por aquella época reinaban en el planeta Tierra esos enormes gigantes que eran los dinosaurios. También, es de suponer, que las dichosas moscas se encontraban por todas partes, por lo que temo que al paso que vamos nuestra especie desaparezca de la faz de Tierra, pero que las moscas seguirán tan plácidamente.

En fin, que una prosaica mosca sea mucho más resistente que nosotros nos tiene que dar mucho que pensar. Y entre las muchas cosas que todavía no hemos resuelto es nuestra conciliación con el paso del tiempo (en el caso de que verdaderamente exista, puesto que los físicos a partir de Albert Einstein nos dicen que el tiempo es otra dimensión, cuestión que al común de los mortales le cuesta entender).

Para encontrar alguna forma de solución, nosotros, los humanos, somos los que hemos creado unos instrumentos de medidas temporales que en la propia naturaleza no existen como tales. Los segundos, los minutos, las horas, los días, los meses, los años... son convenciones que nos sirven para organizar y orientar nuestras vidas.

De este modo, nos convertimos en sujetos que creen controlar el transcurrir del tiempo, ya que consideramos que estamos situados en el punto exacto: vivimos en un supuesto presente (del que, paradójicamente, somos incapaces de determinar su duración), al tiempo que todo lo acontecido lo consideramos pasado y lo que está por venir lo entendemos como el futuro.

No es de extrañar, pues, que a la capacidad que tenemos de archivar los recuerdos le llamemos "memoria", que es la que nos trae al presente, de manera un tanto difusa, las imágenes que archivamos en nuestra mente.

Y pensando en esta facultad me ha parecido muy oportuno mostrar como primera imagen de este artículo el lienzo que Salvador Dalí tituló como La persistencia de la memoria, al ser una buena obra en la que se muestran las fugaces huellas del pasado, de modo que en un paisaje desolado hasta los relojes se ablandan, ya que a medida que nos distanciamos de los acontecimientos vividos se vuelven borrosos como recuerdos personales.


También, hemos de tener en cuenta que la percepción del tiempo es un hecho con un componente subjetivo muy fuerte. Apunto esto porque en la actualidad nos encontramos en una cultura de la inmediatez, en la que las noticias nos llegan casi de manera instantánea, de forma que lo que aconteció hace unos días ahora nos suena a caduco.

Vivimos en una especie de ‘presentismo’ que a veces nos abruma, por lo que, en ocasiones, aspiramos a alejarnos del entorno en el que nos movemos para descansar en lugares alejados o imaginando épocas pretéritas en las que podríamos sentirnos más tranquilos.

Quizás, El ángelus, la obra que acabamos de ver del pintor impresionista francés Jean-François Millet, de 1857, sea el reflejo de una concepción del tiempo muy distinta a la nuestra. En ella contemplamos a dos campesinos, hombre y mujer, quienes, al oír el sonido lejano de las campanas que les llega de la iglesia del pueblo, hacen una pausa en su trabajo agrícola para concentrarse y rezar. Después, retomarán sin prisas sus labores.

Muestran, pues, un tiempo que viene marcado por sentimientos ligados a la naturaleza y a la religión. A la naturaleza, porque serán las primeras luces del alba las que les indiquen cuándo comienzan su trabajo en el campo; y a la religión, ya que son los tañidos de las campanas los que les dicen que es el mediodía, el momento de unirse con sus oraciones a un mundo sobrenatural en el que creen y que forma parte de sus vidas.


Pero las sociedades, paso a paso, se secularizan, y el trabajo en el mundo del capitalismo desarrollado viene determinado por la agitación, la precariedad y los beneficios. Así, los ritmos laborales se marcan con la precisión de los cronómetros. No hay tiempo, pues, para la reflexión y el reposo tranquilo, ya que, incluso, el de descanso está perfectamente medido. Tiempo ajeno que no nos pertenece, a la espera de organizar otro nuestro.

No es de extrañar que casi un siglo después, en 1934, Salvador Dalí evocara la obra precedente a través de un lienzo que titularía Reminiscencia arqueológica del ángelus de Millet. Aquí ya no hay nada de ese mundo de piedad que desprenden esos dos sencillos campesinos. Dalí los convierte en dos inmensos cuerpos marmóreos oscuros que se destacan en la quietud de un paisaje casi metafísico, por la inmensa soledad que rodea a esos dos extraños cuerpos que parecen perennes.

Hoy, además, nos movemos en un tiempo altamente subjetivo, controlado por el devenir de nuestro propio cuerpo. El mismo cuerpo que nos sirve de faro vigilante. El que cada mañana, ante el espejo, nos avisa de los cambios que sufrimos o de las pérdidas que lo acechan. Y aunque se buscan todos los remedios o múltiples pócimas mágicas en forma de cremas ‘anti-edad’, lo cierto es que el tiempo es implacable y sigue su senda sin hacernos caso.


Y comenzamos a volvernos invisibles, como esos personajes hieráticos que el belga René Magritte plasmara en sus lienzos, porque, a pesar de los esfuerzos que hacemos, ya no somos el foco de atracción de lo que nos rodea.

Como prueba de ello, nos sirve un lúcido párrafo de Antonio López Hidalgo que aparece en uno de sus últimos artículos, Los años que se van, y que hemos podido leer en este medio: "Después en casa, fue anotando en un bloc los síntomas que dan forma a la vejez: rigidez articular, disminución de masa ósea y muscular, incontinencia renal, disminución de la agudeza visual y auditiva. Y las arrugas, por supuesto. El cansancio. Sí, andar molido todo el santo día. Sufrir las resacas como la peor paliza nunca sufrida. Y ser invisible para las mujeres, claro".

Quizás sea difícil conciliarnos con el paso del tiempo. Quizás nunca perdonemos que no se nos devuelva la juventud perdida y que estemos abocados a la vejez. Quizás tengamos finalmente que aceptar que la flecha del tiempo solo marca una dirección (la que a nosotros no nos gusta).

Pero lo que no podemos hacer, como Fausto ante Mefistófeles, es cometer la torpeza de no saber quiénes somos y qué queremos, para finalmente negociar con esta sociedad, un tanto absurda, los sucedáneos que nos ofrece y, como contrapartida, acatar mansamente sus servidumbres a cambio de hacernos olvidar que nosotros también somos tiempo.

AURELIANO SÁINZ