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Pepe Cantillo | Infeliz cumpleaños

Hace ya un año, por estas fechas, habían saltado a escena toda una serie de noticias nada halagüeñas que revoloteaban por el aire de un mes de marzo algo fresco. Desde finales de 2019 habían circulado malos augurios al respecto pero no les dieron importancia. Estas noticias fueron tomando poco a poco cuerpo e invadiendo la realidad ciudadana.


Un virus maligno desconocido invadía Europa a buena velocidad. Las autoridades no daban crédito a tales rumores. Incluso desmentían que fueran verdad. La clave podría resumirse en un “aquí no pasa nada” con el que se pretende acallar malos augurios. Pero la realidad es más tozuda y el primer trimestre del año se llenó de abundantes contagios.

Como botón de muestra, de lo que estaba por venir, cito Valencia. Desde el primer día de marzo hasta el 19, festividad de San José, a las dos de la tarde el personal acude a las proximidades de la plaza del Ayuntamiento para escuchar el ruido atronador de la mascletá. Hablar de petardos (fuegos artificiales) y en marzo nos traslada a Fallas, primera fiesta popular anulada para evitar contactos multitudinarios. A partir de ahí irán cayendo todas las demás fiestas populares por razones sanitarias obvias.

Ya el 8M había congregado, con el beneplácito del Gobierno y presencia de cargos importantes, una gran cantidad de personas que se manifestaron por las calles de Madrid. Fue un bombazo que aceleró los contagios. Otro cantar es que se admita. Esperemos no “hocicar” de nuevo, pero solo el ser humano tropieza dos veces en la misma piedra.

Decían que era fácil contagiarse y que, para evitarlo, bastaba con cumplir determinadas pautas. Surgieron poco a poco y “a la trágala” dieron todo un conjunto de normas para evitar el contagio como lavarse las manos, usar mascarillas, mantener distancias... Pautas que nos parecían ridículas, pero no sabíamos mucho más.

La verdad era que se aconsejaba (casi se imponía) la necesidad de guardar tales medidas como defensa ante posibles contagios. Desde “el poder” político se nos había dicho que lo del contagio nos afectaría de forma leve. Que todo ello era un rumor sin fundamento.

Desgraciadamente no fue así, como pudo demostrar el ulterior encierro de la población en los hogares, que comenzó el 14 de marzo. Reclusión que surgió como una especie de “cacicada”, no porque no fuera necesario, sino por la forma en la que se puso en marcha. Todo el país fue confinado en la cárcel de cada hogar... Aquello nos descolocó a la mayoría del pueblo llano.

El entonces ministro de Sanidad nos vendía que “las medidas tomadas por España son las más duras de Europa e incluso del mundo”. Como siempre ¡somos los mejores! El estado de alarma llega tarde, pero duro. Razones sanitarias obligan a permanecer enclaustrados.

Y así vivimos un tiempo, prisioneros entre las reducidas paredes de un piso. Guisar para comer, dormir, limpiar, leer, ver la tele, teclear en el ordenador o pasear por un universo digital es todo lo más que podíamos hacer. El paso del tiempo aun pesa en la terraza del cerebro. ¿Hasta cuándo? La respuesta, cada día que pasa, es más confusa, difusa y parece que lejana. Esa fue la realidad.

Desde el confinamiento, palabra clave que la “vox populi” (opinión del pueblo) llamó “confitados”, se aplaudía la labor de los sanitarios que pasan a ser los protagonistas imprescindibles para hacer frente a los contagios que llenan los hospitales y las UCI.

Frente a dichos aplausos sonaron ruidosas “caceroladas”. Eran protestas contra el Gobierno por su improvisación, por sus tejemanejes, por los enredos “faltos de claridad” ante lo que se estaba convirtiendo en una pandemia.

La vida de todo un pueblo se congeló a la espera de que pasara la tormenta vírica que, según fuentes oficiales, no duraría mucho. Lo chungo es que, a partir de esos momentos, entramos en un juego peligroso en el que proliferaban las supuestas verdades que mañana se traducían en mentiras. Negros nubarrones cargados de confusión amenazan tormenta.

La información se convirtió en una bola de nieve que crecía según se deslizaba por la pendiente del tiempo. La frase que refleja mejor la anterior referencia puede ser el trabalenguas “donde digo 'digo', no digo 'digo', sino que digo Diego”.

A partir de entonces “eruditos informadores oficiales” tratan de explicarnos la situación y lo que hoy era así, en cuanto al número de contagiados y/o muertes, mañana será asá. Y el Gobierno paseaba por el BOE (Boletín Oficial del Estado) preocupado por cuestiones ajenas a la ya confirmada pandemia, y se declaraban ordenes sacadas de la manga sin contar con el Congreso de Diputados, que también estaba “confitado”.

Y llegó el primer problema serio desgajado de la pandemia. Los muertos, que decían no eran muchos, se almacenaban solitarios a la espera de poder enterrarlos o incinerarlos. Las funerarias estaban saturadas. En Madrid, el Palacio de Hielo fue habilitado como morgue para mantener los cadáveres a la debida temperatura.

¿Cuántos muertos? En aquellos momentos no se “sabía”. La información se dislocaba para que el pueblo no se asustase más de lo que ya estaba, o tal vez era por conveniencia política. En todo el mundo han muerto más del millón de personas. La cifra de España es confusa y difusa, va de 32.000 a más de 50.000 personas. Es el rastro dejado por el coronavirus.

El luctuoso número de muertos no se ha conocido nunca con exactitud. Por cierto, ya que murieron en absoluta soledad, se tardó mucho en ofrecerles un recuerdo oficial. Tener un detalle de adiós cuesta poco y podría ser un calmante emocional para los familiares.

Nuevamente, mientras unos observaban las normas, otros seguían poniendo en peligro a la población con sus encuentros fiesteros. Desgraciadamente el desmadre continúa hasta nuestros días. ¿Para qué sirvió el encierro cuando unos meses después de salir del mismo la situación es aún más grave?

Después del encierro vino la desescalada que provocó una salida masiva de la gente. Parques, terrazas, playas… se saturaron de una población ansiosa por recuperar su libertad. Pronto nos dimos cuenta de que aquel olvido de las medidas adoptadas con anterioridad provoca una segunda oleada de la pandemia. Era como si ya se hubiese “derrotado al virus” lo cual era y es mentira. El verano continuó igual.

No volvimos al confinamiento total pero sí al miedo por el contagio y volvimos a resguardarnos en nuestras casas. A partir de dicho momento, las decisiones pasaron del Gobierno a las autoridades autonómicas.

En esta segunda oleada hubo novedades. El virus llegó a las aulas. La escuela se convierte en casi virtual. Aparece el teletrabajo y el confinamiento cambió a “perimetral”. La confusión aumenta un poco más.

La tercera oleada de contagios, después de Navidad, fue por desgracia la más peligrosa. A pesar de los consejos dados por los Gobiernos autonómicos la cantidad de contagios fue mayor y en menor tiempo. Las UCI se desbordan hasta el punto de improvisar espacios adecuados con más o menos eficacia en cuanto a las instalaciones.

Las consecuencias son fatales. Muertos e infectados nos agobian. El entramado laboral hace aguas. El número de personas en paro aumenta día tras día. Las “colas del hambre” crecen y hacen temblar a muchas familias que, de la noche a la mañana, se han encontrado a las puertas de la miseria. El Gobierno calla y sigue su deambular. Es más, las malas lenguas dicen que se ha incrementado el presupuesto de altos cargos y asesores. Eso está bien, que por lo menos ellos no pasen hambre (¿¡?).

Después de un año cargado de sinsabores, de miedo, se extiende por doquier una fatiga pandémica que nos confunde aun más. La sensación de soledad aumenta. En el terreno laboral cae el empleo y ya hay más de cuatro millones de parados y muchas empresas están ahogadas. El futuro es algo incierto y esto dicen que va para largo.

PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR