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Pepe Cantillo | Todo para el pueblo pero sin el pueblo

Seguramente, el ser humano nunca ha vivido solo. Los vestigios que se tienen a lo largo de su evolución nos lo muestran como un ser que necesita del grupo, que vive en sociedad. Cuando las sociedades humanas evolucionaron y se hicieron más complejas, fueron adoptando formas de organización jerarquizadas, con clases diferenciadas y con órganos de poder específicos. Alguien representaba la ley, la justicia y el gobierno. Tres derechos básicos para convivir en democracia.


La historia de la humanidad ha conocido múltiples formas de Estado y de gobierno, y ha mostrado también que no todas han sido igualmente valiosas y apreciables. Entre ellas, y hasta el momento presente, la democracia ha demostrado, eso simula, ser la más deseable y la que mejor responde a las exigencias y necesidades organizativas del ser humano.

En teoría dicha forma de convivir parece ser la mejor pero no está exenta de manipuleo. Podríamos decir que nuestras democracias actuales son “de lo bueno, lo menos malo”. También cabe afirmar que nuestro sistema de Estado representa “de lo malo, lo menos malo”. 

¿Razones? Con el uso y abuso del sistema hemos desprestigiado y mangoneado la razón última que justifica y dignifica a un Gobierno. “Mangonear viene a significar “ejercer el mando de manera despótica”. Es decir, Gobierno que se mueve por decretos sin contar con los órganos superiores representativos del poder. 

El concepto de democracia hace referencia al poder del pueblo. Dicho modelo estaba ya presente en la Atenas del siglo VI antes de Cristo. Nuestras democracias modernas tienen como referencia el modelo griego, pero son consecuencia directa de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX, al defender el derecho a gobernar con el consentimiento del pueblo y partiendo de la idea de igualdad política de los ciudadanos, que tienen derecho a participar en el poder y son los verdaderos soberanos.

En determinados momentos se puede estar gobernando sin el consentimiento del pueblo que, de alguna manera, ha sido puenteado, por eso no nos debe sorprender que la palabra “democracia sea en la actualidad una de las más manoseadas y revestida de los colores que cada grupo político quiera darle, según su conveniencia. 

En la actualidad, decir “democracia” es no decir nada desde el punto y hora que la hemos travestido de intereses partidistas. ¿Por qué? El pueblo vota cada determinado tiempo a su partido –ya la palabra partido da una cierta grima–. Será después cuando las alianzas (intereses partidistas) permitan un tipo de gobierno u otro. En dicho modelo “sometido a las opiniones de un partido”, el pueblo ya no pinta nada de nada: solo vota. 

Antes, durante y después de elecciones, el plató público parece una casa de subastas donde cada grupo es tentado por el partido con más posibilidades de gobernar, que ofrecerá “el oro y el moro” a los posibles grupos supuestamente afines que, sumando votos, podrán darle el poder. El tejemaneje como “enredo poco claro para conseguir algo” será la moneda de cambio.

La palabra “partido tiene muchos significados. En referencia política, la entendemos como “conjunto o agregado de personas que siguen y defienden una misma opinión o causa”. También significa “sacar provecho, ventaja o conveniencia. Sacar partido”. Ya hemos caído en la trampa y, de paso, la “Democracia” queda deshonrada. 

Posiblemente sea una de las voces que más hemos prostituido en los últimos tiempos. No digo que se va con cualquiera sino que se la lleva cualquiera para subirla a su carro, a veces ideológico y otras veces ni siquiera eso y, en nombre de la misma, “mamonearla” para “conseguir, lograr algo que concuerde con mis intereses democráticos”, dicen y se justifica el sacar partido.

Una vez votado y refrendado un grupo político, éste actuará a su aire soslayando las promesas y, si no ha sido votado, puede pasar a gobernar por efecto de una “moción de censura”. En España, dicha moción permite al Congreso de los Diputados retirar su confianza al Gobierno y forzar su dimisión según consta en el artículo 113 de la vigente Constitución.

Para poder hablar de democracia es preciso partir de la aceptación de unos valores y derechos que se reconocen a todo ser humano: la libertad, la igualdad y la solidaridad. La libertad permite participar en las decisiones públicas y elegir nuestra forma de vida. 

La igualdad lleva a reconocer el valor del ser humano por su dignidad como persona, más allá de las diferencias que puedan existir entre ellos. La solidaridad nos impulsa a respetar a los otros, a interesarnos por ellos y a participar en proyectos comunes.

Podemos decir que la democracia es la organización política que mejor permite la implantación de un Estado de derecho, caracterizado por el establecimiento de la ley y la defensa de las libertades. En la democracia, las leyes reconocen y garantizan los derechos de los ciudadanos. En teoría, porque cada día que pasa se hace más patente aquello de “todo para el pueblo pero sin el pueblo”.

Dicha frase aparece en Francia en el siglo XVIII y se convierte en el lema del despotismo ilustrado. El gobernante ofrece al pueblo lo que necesita pero sin pasarse de la raya. En los momentos actuales nos movemos dentro de ese “toma y calla” que ni tan siquiera llega a un posible paternalismo como en la Europa de dicha época. Vamos, que no es necesario que el pueblo se caliente la cabeza. Y lo de “ilustrados es un decir. 

Pongo como ejemplo lo que sigue. Los cantos de sirena “dicen” que nos protegen de posibles abusos. También nos “venden” que nos aseguran las condiciones mínimas de vida que nos corresponden por justicia. Nos “prometen” elegir y decidir con autonomía lo relacionado con los asuntos propios. Nos “ilusionan” con una posible participación en los asuntos públicos. El resto, déjenlo al Estado…

No puede alguien decir que es demócrata por el hecho de que vive en una democracia cuando, personalmente, se comporta con los demás de modo intolerante o impositivo. Y no solo que el otro es un igual sino que el político está a mi servicio, no a su beneficio. Una vez más estamos ante una “pura utopía”.

Por último, es preciso señalar que la democracia, más que una conquista definitiva, algo que se tiene ya, es ante todo un proceso, un quehacer diario con el que se pretende ir avanzando y perfeccionando el funcionamiento de las instituciones y la conducta de las personas, de acuerdo con los valores que la orientan. Es más una meta, un camino, que una situación lograda. La democracia debe ser defendida con su constante participación.

La organización del país, para que funcione debidamente, depende de tres columnas básicas (poderes). Si quitamos una de ellas, el sistema hace agua. El Poder Legislativo elabora las leyes. Está representado por las Cortes (Congreso y Senado) y sus miembros son elegidos cada cuatro años. Los diputados votan las leyes. 

El Poder Ejecutivo gobierna y debe poner las leyes en práctica y atender debidamente los asuntos públicos como la sanidad, la educación o las fuerzas militares y policiales. El Poder Judicial se encarga de que se cumplan las leyes y, caso contrario, debe aplicar sanciones. El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es el órgano de gobierno de jueces y magistrados. Dicho CGPJ parece que está en crisis.

Según la Constitución, los poderes del Estado deben estar en instituciones separadas. Otro cantar será que tal mandato se cumpla. En estos momentos hay una gran incógnita sobre dicho cumplimiento, entre otras razones porque, al socaire del tozudo virus, salen decretos como rosquillas o se “usa” dicho poder de forma interesada.

Hemos llegado a un runruneo general preguntándonos por el Gobierno. ¿Dónde están los ministros y el propio presidente? Sabemos que existen porque se han subido el sueldo y porque alguno asoma la cabecita de tarde en tarde, amén de algún que otro “cargo o destino que se ha obtenido sin méritos, por amistad o por influencia política”, verbigracia, lazo marital y que en lenguaje popular se le llama “enchufefavoritismo e incluso breva (“empleo o negocio lucrativo y poco trabajoso”). 

Último pelotazo. La idea de que la Constitución vigente no me gusta, no la acepto, ni la comparto. ¡Vale! Seamos capaces de renovarla, no de derrocarla. Caso contrario, el futuro puede que se muestre aun más oscuro. Y como remate democrático, una de las enmiendas (¿enmierdas?) de la “Ley Celaá” (Ley de Educación): el castellano (español), lengua general de los españoles, tiene los días contados si se acepta la propuesta de PSOE, Unidas Podemos y Esquerra Republicana. Veremos.

PEPE CANTILLO
FOTOGRAFÍA: JOSÉ ANTONIO AGUILAR