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Antonio López Hidalgo | La emoción de un momento

Cuenta Juan Cruz que Mario Vargas Llosa lloró e hizo llorar al auditorio cuando leyó el discurso de agradecimiento por la concesión del Premio Nobel de Literatura. En efecto, así lo pudimos comprobar en las imágenes que las televisiones emitieron en todo el mundo. Se le atravesó un nudo en la garganta que le entrecortó la voz cuando mencionó a su prima –es decir, a Patricia, su mujer–.


Posiblemente, en aquel momento, toda su vida de repente se le concentró en la memoria, como cuando acecha la muerte inexorablemente, y entonces vio tal vez todos los años dedicados a la escritura no como si fuese su propia vida comprimida en un solo instante, sino la vida de aquel otro que siempre fue a su lado, que siempre va a nuestro lado, para indicarnos el camino que nunca debemos abandonar.

Tantos años después, cuando ya no era el candidato de unas quinielas que siempre le obviaban, el escritor peruano alcanzó el sueño dorado que siempre anheló. Somos muchos los que siempre creímos que esta posibilidad nunca caería en saco roto. Ahora descansa después de una semana agotadora de agasajos que le devolverán a la paz de su ingenio intransferible y de sus agotadoras jornadas de trabajo. Sólo así se puede alcanzar a comprender una obra tan extensa y portentosa.

Cuando un hombre a solas consigo mismo se abre en canal las vísceras, para sacar todo lo mejor que su imaginación puede aportar, asiste al acto más desolador y más asombroso y más demoledor al que un ser humano quisiera aspirar. Así que aquel día de la lectura del discurso, Vargas Llosa recordó, no los libros escritos en incansables jornadas de trabajo, sino el inmenso placer y la soledad más contumaz en que un escritor vive para poder alcanzar la posteridad cuando el corazón aún le palpita.

Acaso estos momentos de los que los creadores nunca hablan, estas horas extraviadas a lo largo de toda una vida, aquellas dudas recurrentes que vacían el alma de valor y de valores, que enmudecen por días y por semanas y por meses la capacidad creadora, que nos hacen vacilar después de tantos años sometidos a una disciplina castrense –después de que aquello que un día creíamos dotado de un cierto valor lo pongamos entonces en duda y en cuarentena–, ahora se resquebraja en un instante.


Y es ahí, de nuevo solo ante su auditorio, leyendo este discurso de agradecimiento por un premio Nobel, cuando todo comienza a tener sentido de nuevo, cuando sabemos que valió la pena tanto esfuerzo y que, no haber abandonado aquel camino en el que solo nosotros creíamos, hoy nos llena de plenitud y satisfacción.

Hay riachuelos en la vida que se asemejan a océanos bravíos, a tempestades perfectas en las que no queremos naufragar, porque nos fueron dadas por nuestra pertinaz dedicación de cada día a una profesión que no tiene parangón con ninguna otra, como es ésta de la lectura y de la ficción.

Antes o después, cualquier día, abrimos la puerta de casa y afuera no está la vida cotidiana sino esta otra que inventamos en lo más profundo de nuestro ser, como una criatura que le cuesta andar sola en las primeras páginas pero que, poco a poco, muestra su carácter indomable, su porfía frente a los detractores de la imaginación, su capacidad de moverse a sus anchas en un espacio que solo anida dentro de nosotros y que es para nosotros parte imprescindible de nuestra identidad.

Es ahí donde la realidad y la fantasía se confunden, donde lo veraz y lo verosímil se aúnan para conformar un todo indivisible. Posiblemente fue este pensamiento el que se le puso delante de sus narices a Mario Vargas Llosa la tarde que andaba desglosando su fortuna de escritor consistente, sus delirios de creador convencido, sus miedos siempre presentes de fabulador arriesgado y trasgresor.

Fue entonces cuando sintió el manotazo de la inmortalidad, la confabulación del lector comprometido, el zarpazo que da en el pecho el haber recibido un reconocimiento grande por una obra sin igual. Y fue entonces cuando la emoción pudo a las palabras tantas veces utilizadas para dar sentido al llanto. Eso sí: esta vez, insustituible.

Columna publicada originalmente en Montilla Digital el 20 de diciembre de 2010.

ANTONIO LÓPEZ HIDALGO