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HG Manuel | La fotografía (XIX)


–Me lo imagino, sí –repuse, con el provecho de un gato lamiendo una raspa.

–Pues entonces sigamos con lo que aportan y se llevan la alcaldesa y demás autoridades locales. Al principio se mostraron muy renuentes; es curioso, nunca te dicen que no, pero cuando les presentamos el proyecto dieron largas y nos fueron degradando de cargo en cargo hasta quedar en la rúe, ¡je! Cierto es que les somos incómodos por nuestras apelaciones, denuncias, etcétera, acciones que justifican, precisamente, nuestra razón de ser, ¿no?, impedir el abandono y los múltiples atentados que soportan nuestros bienes históricos; además, y para colmo, también pedíamos dinero. Así que, no quedó otra que tomar la iniciativa. Pasó entonces que poco a poco la importancia del hallazgo se fue reconociendo, y comenzaron las llamadas, los ofrecimientos… Tuvimos que parar: era imprescindible barajar muy bien, ¡vaya que sí! Nos permitimos el lujo inaudito –enfatizó, el índice monitorio– de escoger a los paganos. A la alcaldesa le otorgamos el título de Protectora del Patrimonio, que enmarcaremos –unió índices y pulgares–, y será voceado y difundido por medios de comunicación y boletines oficiales; además, esto cubrirá algún desmán que otro cometido, precisamente, contra el patrimonio. Imagine: perder lo poco por salvar lo más, un logro estupendo, ¿no? –forzó y le quedó chata la sonrisa–. Continuemos con los patrocinadores: han invertido un buen dinero; note que he dicho invertir, y he dicho bien: ellos truecan interés propio por interés general, emplean benéfico en vez de beneficio y con este humilde adjetivo que les concedemos hermosean el destino de su dinero –recitó, y mostraba las palmas de unas manos delicadas, con las uñas algo comidas–. La gran valía de los documentos, fuera de duda –reiteró–, se la presta al acto y nos permite la recíproca: corresponder. Hoy, para la exposición, nos servimos del facsímil. ¿Los ha visto? Están en una vitrina, al fondo del vestíbulo.

–No he tenido ocasión –lamenté, no sé si lo bastante compungido.

–Dentro de unos días, fiesta local, los originales se devolverán con toda solemnidad al Archivo Histórico –continuó el señor Flores a lo suyo–. Se sumarán otras personalidades: académicas y políticas, algunos expertos y distintas asociaciones, y se hará con todo el bombo, la pompa y circunstancia que podamos, el CPCP, y esto hay que repetirlo, lo necesita. Hoy, y se lo confío, encuadradas en una rigurosa exposición teórica, meteremos algunas cuñitas que, no es novedad, sarpullirán a más de uno entre los presentes; mas… seremos cuidadosos, los trataremos con tiento, no llegaremos a lo de Catilina –buscó mi complicidad en la broma–, no es fácil ingeniar el artificio adecuado para cada situación. ¿Ha leído usted a Cicerón?

El alzado de hombros se estaba convirtiendo en mi respuesta favorita.

Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? –recité.

–¿Sabe usted latín? –casi grita el señor Flores.

«Más de lo que piensa», le fui a contestar; caprichos del rimbombe de latidos en mi cabeza.

–Ha sido un farol –contesté, muy seriecito.

–La Educación Clásica desaparece. Es lamentable… –deploró, y quedó pabiloso.

Mientras, especulé a mi vez con desahogo, inspirado por una palabra que me vino de molde para lo que estaba oyendo:

–Dispondrá usted de edecanes suficientes para tanta batalla.

Patinó en la duda aunque de inmediato se le abrió la expresión al señor Flores.

–Edecán, batalla… en un mundo tan móvil, tan ligero, con la piel tan delicada… –ondulaba, pensativo, y hacía pequeños volatines con la mano–, exagera. Pero… bien, le sigo el grado y digo que usted ha conocido a una, sin duda la mejor de ellos.

No especificó, y dudé al pronto entre la rubia y la giganta; error, y le di todos los papeles a la primera.

Entonces, mano en ristre, recortadito, inquisitivo y carrasqueño, nos sorprendió el caballerete de marengo. Muelle automático, se incorporó el señor Flores.

–Flores, Flores… –reñía el importante con voz desmesurada para su talla.

–Palestri, Palestri… –admitía el presidente y le apretaba con brevedad la manita ofrecida.

–Totina está entusiasmada, yo mantengo mis dudas. ¿Tanto valen esos folletos descuadernados? Pitino Ruicallado y yo lo dudamos –y le daba de pedradas, con sus ojos duros, aquel muñequito de acero.

–Valen más, Palestri, muchísimo más –aseveraba, insensible a la pedrea y convencidísimo, el presidente–. Tanto, que no tienen valor.

–¡No me joribies con el retruécano! –abroncaba soberbia la voz de bajo–, que esos papeluchos se llevan mucho dinero.

–El mejor que hayas empleado.

–Bien, bien, tú lo dices.

–Y lo firmo.

–Más te vale, voy a poner mucha atención cuando hables –en la perfecta dicción, el tono pausado y profundo, era difícil no vislumbrar el sigilo de una amenaza.

–Y yo te lo agradezco –respondía pimpante el señor Flores–. Será enseguida, en cuento llegue la excelentísima alcaldesa y su séquito.

–Bien, bien –consultó el reloj–. La educación de esa señora… –mascullaba, como si refregara arena, el elegante personajito, y me deslizó un vistazo con la mágica fugacidad de una luciérnaga–. Por cierto, Totina está olé con sus investigaciones.

–Lo sé, me lo ha dicho antes. Al parecer, ya le dan fruto.

–¡Qué fruto ni puñeta! –exclamó encantado–. No se saca de donde no hay, pero ella quiere ser marquesa. En casa ha transformado una de las salas en despachito, y ya rebosa la balumba de papeles. El otro día me viene con uno, de allá por el ochocientos, en el que a un Marqués de No-se-qué, miembro de una tal Junta de Patronos que estableció en un tal Palacete de las Catalinas un asilo para huérfanos, lo apuntan con mi apellido materno. Lo cierto es que, por las señas, me viene que construí algo en el solar…

–Cuello Pelado.

–¿Qué?

–Marqués de Cuello Pelado.

–¡Ya! Regalaría dinero por no llevar ese mote colgando.

–Como cualquier marquesado, una larga historia…

–¡Pamplinas! –despreció–. El meollo del despropósito es el cursillito aquel que le recomendaste. La trae y la lleva de un archivo a otro. Ahora proyecta un viaje a Roma, el archivo episcopal lo tiene esquilmado.

–¡Ah! –se interesó el señor Flores.

–Está más dinámica, ¡más encendida! Se le evaporó la apatía, se le fueron los berrinches, se le quitaron las jaquecas… –se inflamaba el duro mequetrefe–. Vamos, que tanto visiteo de archivo le viene de perlas –muy repinado, mano solapada, compuso ahora un atildado muñequito de porcelana.

–Pues me alegra muchísimo oír lo que dices.

Palestri aquilató la alegría de Flores y se le enfrió la carita.

«El pequeño se las trae», pensé.

–Si se empeña, me sumará el Cuello Pelado de las narices, ¡cago en…! –se enturbió el pequeño–. Y yo te lo agradezco más, sí, sí, pero te oigo luego. Te oigo ¿eh? –roncó.

Me volví cuanto pude; desde tan incómoda postura, vi cómo Palestri, el andar recortado, se aproximaba con mucho empaque al distinguido grupo que aguardaba, inestable, con suaves movimientos de intercambio, en el que su esposa, dicharachera, el bamboleo del rizo sobre la inflada mejilla, amenizaba con trino de risa la primorosa manotada. Demoré en la contemplación (sospechaba que mi compañero de tertulia hacía lo mismo) como si tuviera delante un ciclorama: giraba la evaluativa morosidad de una mirada, la carcajadita asociada a un chascarrillo, el ademán gentil del que cede, el disimulado gesto avizorante…

Recuperé la comodidad en mi asiento y me di con la arrobada expresión de Flores.

HG MANUEL

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