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Carlos Serrano | El anciano

El anciano está sentado en el centro del salón. La silla es de color marrón oscuro. Nuestro anfitrión tiene un montón de documentos encima de la mesa redonda, cubierta con un tapate de ganchillo blanco. Las cartas abiertas del banco, junto con las facturas y diversos informes médicos, forman una cascada de papel encima del antiguo mueble de madera.


Logra el hombre, finalmente, encontrar con esfuerzo el papel que justifica nuestra presencia en su casa. Con la mano temblorosa sostiene la factura de la luz entre sus manos. Al mismo tiempo, despotrica contra todos los órganos gubernamentales existentes. También los empresariales son dianas de sus improperios, causantes de la elevada cifra que habita al final del folio.

No queda más remedio que darle la razón. No es por cerrar una venta, es que la tiene. Es un elevado conjunto de números para un único usuario que habita con sus escasos muebles como compañeros de piso. El anciano enseña la casa para que veamos, mi compañero y yo, los pocos electrodomésticos que tiene el apartamento.

Una vez realizada la visita, nos ofrece café. Tras el primer sorbo, mi compañero se pone las manos encima de las rodillas y deja que lleve yo el peso de la oferta de nuestra compañía energética. Abrimos la carpeta y sacamos la tabla con nuestros precios junto al bolígrafo.

Es una coreografía para ganar tiempo. Siendo sincero, ignoro cómo vender al caballero que, tan amablemente, me abre las puertas de su casa. Me ayudo de dotes teatrales, heredadas de mi padre, para aparentar la seguridad que me falta en estos momentos.

Hablo de cifras e instalaciones como si me hubiese criado entre contadores y enchufes. Se hubiese agradecido mayor participación del compañero, aunque no puedo culparlo. Es una situación muy incómoda: violar la intimidad de varios hogares al día con la meta de que firmen un documento lleno de datos que, aunque hayas explicado, no dejan nunca de estar del todo claros.

De hecho, a modo de limpieza de conciencia, debes consultar el manual de la compañía para asegurar que has seguido todos los pasos y explicado todos los detalles. De lo contrario, corres el riesgo de que, al primer cobro, el cliente cause baja. Adiós comisión. Este es el trabajo. Puedes decir a los familiares y amigos que trabajas como asesor de una empresa importante, si así lo prefieres, pero eres recolector de firmas del enorme bloc de contratos que te dan en la oficina.

Alguien debe hacerlo. No es un trabajo del cual las madres presuman ante los vecinos y amistades. No es el sueño de cualquier crío ser comercial energético. Si existen casos, es señal inequívoca de que estamos condenados a la extinción como especie.

Pero no perdamos de vista al anciano, por favor. Dice que es su hija la que le organiza estos asuntos. Con cierto temor suelta las palabras. Da la sensación de que tiene miedo de faltarme al respeto negándose a firmar el trozo de papel amarillo que he colocado frente a él. En ese momento, es cuando noto algo que se revuelve dentro de mí.

En mi papel de representante de una importante compañía, para la que este señor no supone más que el número de su contador, debo evitar a los hijos. Pues él es el titular del contrato energético. Su firma es la que vale para que, en mi cuenta corriente, llegue algo parecido a un sueldo.

Hago uso de todo el repertorio del vendedor barato: las ofertas no son eternas; ante cualquier duda la centralita está 24 horas a su servicio; mi persona está a su disposición ante cualquier duda que pueda plantearse con los servicios contratados. Todo ello, entre bromas contra el Gobierno y mofas contra el equipo rival de fútbol.

Para la venta es mejor dejar tu personalidad en la entrada de cualquier hogar. Es agotador ser de todos los partidos políticos y de ninguno, de todos los equipos de fútbol y de ninguno. Siempre conoces a algún conocido, o tienes algún amigo, que vivió una situación parecida a la que describe el cliente a modo de protesta contra su actual empresa de servicios lumínicos.

Cuando llegas a casa y te quitas la americana, con la placa de identificación, te parece estar portando el sudor de miles de personas diferentes. Ninguna eres tú. Mi compañero comienza a ponerse nervioso: huele a impaciencia por salir de ahí cuanto antes.

Debo contener su cuerpo de pésimo jugador de póker que no deja de trasmitir malas sensaciones desde que hemos entrado por la puerta. Si yo las estoy percibiendo, no quiero pensar el cliente. El anciano me mira fijamente y firma al fin. No puede todavía cantarse victoria. Debemos apretarnos la mano, formalismo que ha sobrevivido a lo largo de los siglos para este tipo de transacciones comerciales, y luego compartiremos el último chascarrillo antes de salir de la vivienda.

Debemos llegar al despacho, a la mesa de Ikea blanca en la que depositamos nuestros contratos logrados a lo largo de la semana. Una telefonista debe llamar al anciano y verificar todos los datos logrados en nuestra breve visita. A modo de final feliz, el anciano no debe darse de baja al ver su primera factura enviada por la nueva compañía.

Pero todo esto puede venirse abajo en cualquier momento. Porque se ha rellenado mal un informe o con letra ilegible; porque el cliente no contesta al teléfono. Porque contesta al teléfono, pero es la hija o el hijo y echa para atrás toda la operación. O, en ocasiones, porque el hijo de la gran puta –con perdón de las putas– de tu compañero ha puesto a tus espaldas su código de vendedor en el contrato para que le ingresen a él exclusivamente la comisión correspondiente.

La electricidad tiene muy mala prensa, pero el efecto de las puñaladas que provoca no solo es palpable en las cuentas corrientes de miles de pensionistas de este país: más de un comercial no ha podido apoyar la espalda en ninguna superficie debido a los navajazos traicioneros de sable luz.

CARLOS SERRANO MARTÍN
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