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Las cavernas

La luz en aquel rincón del planeta era engañosa. Ante ellos parecía que había sólo una enorme explanada blanca, pero no era cierto. La sensación de irrealidad era inmensa, aterradora, pero ellos estaban acostumbrados. Haidar activó su comunicador y contactó con la base.

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– No hay rastro de él –dijo–. Ni siquiera huellas. La tormenta de esta mañana las habrá borrado.

– La tormenta se lo ha llevado a él –dijo a su lado, en voz baja, Lázaro, irritado. Se apretujaron en sus abrigos invernales, incapaces de contener el frío de aquel planeta que se les metía hasta los huesos. Haidar escuchó la respuesta y asintió.

– No hacemos nada aquí –le dijo a su compañero. Lázaro asintió. Tenía el casco empañado, pero aun así se notaba la expresión nerviosa.

– Regresemos. Este sitio me pone los pelos de punta –pidió. Haidar estuvo de acuerdo.

En la base, Elena transcribía los datos de una máquina que parecía un sismógrafo, solo que no lo era. Era la única en la sala cuando entraron Haidar y Lázaro. No levantó la mirada mientras ellos se quitaban los cascos y los abrigos y colgaban todo en las taquillas. Se había colado un poco del frío exterior, pero para ellos fue como entrar en un paraíso cálido.

– No hemos encontrado nada –dijo Haidar.

– Ya me lo ha dicho Ghada –replicó Elena, todavía sin levantar la vista de lo que hacía. Lázaro se acercó a una máquina de calentar agua y la puso en funcionamiento. Metió en un par de tabletas oscuras en unas tazas y esperó a que el agua estuviera caliente para llenarlas. Le ofreció una a Haidar.

– ¿Sabe alguien cómo narices se ha largado? –preguntó, irritado. Haidar bebió un trago de su taza, mirando para otro lado. Elena alzó la cabeza finalmente. Tenía ojeras y la piel, antes morena y suave, reseca y pálida.

– No. Las cámaras de seguridad, por algún motivo, se desconectaron aquella noche. –Dudó. Sus manos temblaron– Ghada ha interrogado a Miguel, pero parece ser que se quedó dormido.

– ¿No es raro? –preguntó Lázaro–. Miguel nunca se ha quedado dormido en una guardia.

– Además de que fue muy profundamente –puntualizó Elena, frotándose las sienes–. Es en el que más confiábamos para vigilar porque era muy metódico. Ahora está tan nervioso que temo que le haya dado un ataque. Ghada le ha ordenado que se acueste y descanse. Si Samuel se ha querido largar, por algo será.

– Pero ni siquiera se llevó una bufanda –dijo Lázaro, con voz vacilante–. Se fue en pijama. En condiciones normales no habría podido dar más de tres pasos sin congelarse. ¡Hoy ha habido tormenta!

– Bueno, pues no lo han podido secuestrar –sentenció Elena, irritada, regresando a los datos y a la especie de sismógrafo–. No hay signos de que las puertas hayan sido forzadas. Y lo único grabado le muestra a él levantándose de la cama.

– No vamos a solucionar nada discutiendo –cortó Haidar. Dejó la taza vacía en el fregadero–. No podemos hacer otra cosa que buscar por los alrededores e informar a la Tierra de que hemos perdido a Samuel.

– Como tú no vas a ser el que lo haga… –masculló Elena, huraña. Haidar la ignoró y salió por una puerta. Lázaro se sentó en una silla y se bebió su taza.

– Este café en tabletas está horrible –comentó. Elena asintió.

Ghada estaba firme ante las tres pantallas de metro ochenta que la rodeaban. Las tres figuras la observaban, pero ella no podía distinguirles bien. La del centro acababa de preguntarle qué había pasado y ella explicó en pocas palabras lo sucedido:

– Tal y como está en el informe, Samuel Gálvez Pizarro ha desaparecido de la estación esta madrugada. Las cámaras lo grabaron levantándose de la cama. Miró a ellas y se apagaron. Miguel Figueras González estaba de guardia. Pero parece ser que cayó dormido en torno a aquella hora. Profundamente dormido. Por la mañana al despertarnos no estaba Samuel y nos costó despertar a Miguel.

– ¿Lo habéis buscado? –preguntó la pantalla de la derecha.

– Esta mañana no pudimos salir porque había tormenta. Ha habido un período de calma en el que dos de los nuestros salieron a buscar, pero no encontraron nada.

– ¿No has mandado una expedición? –preguntó de nuevo la pantalla de la derecha.

– No podemos alejarnos mucho de la base en plena tormenta. –Ghada tenía el rostro tenso– Y, además, no falta ningún equipo, por lo que presuponemos que no salió bien abrigado.

– Eso significaría que no puede estar muy lejos –dijo la voz de la izquierda, más suave. Ghada asintió.

– ¿Qué medidas vais a tomar? –preguntó la voz del centro.

– Una vez que termine la tormenta mandaremos una expedición a la cordillera de la que les hablamos. Todavía no la hemos analizado en profundidad y es el único sitio donde se nos ocurre que pueda estar.

– ¿A causa del incidente de la semana pasada? –preguntó irónico la voz de la derecha.

– A causa del incidente –corroboró Ghada. No permitió que ninguna emoción aflorara a su rostro.

Pasó una semana sin que pudieran salir. Cuando lo hicieron la nieve se había amontonado tanto en la entrada que se pasaron un día entero para abrir una vía. Eran nueve en total. En la base se quedarían cuatro del equipo y los demás irían a buscar a Samuel. Se abrigaron a conciencia y cargaron al robot de transporte con todo lo necesario para sobrevivir fuera si no regresaban. Ghada abría la expedición. Iban montados en vehículos individuales específicos para recorridos por terrenos extraños. Samuel se había ido andando. Ghada no consultaba la brújula especialmente diseñada para orientarse en el planeta. Era algo que maravillaba a los otros, que se sentían incapaces de orientarse en aquel mar blanco.

No hablaron entre ellos hasta que distinguieron claramente las siluetas de la cordillera. Estaba al sur y se alzaba abruptamente, como si alguien hubiera cortado los bordes a conciencia. A todos les ponía nerviosos. Desde que llegaran al planeta sin explorar, aquella cordillera, con sus cuevas y su extraña estructura, los había descolocado. La primera vez que entraron sintieron tal opresión en el pecho que no pudieron avanzar más de unos pocos pasos. La segunda vez fue la sensación de mareo lo que los enfermó. La tercera vez fue cuando ocurrió el incidente.

– No me gusta nada esto –soltó Lázaro. La comunicación iba dirigida a Haidar en exclusiva.

– A mí tampoco –corroboró él–. Cosas malas pasan en ese sitio.

– Mira que no soy supersticioso pero…

– Te entiendo. Pero esta vez vamos con Ghada. Sabe lo que hace.

– Desde luego, si ella no estuviera al mando estaríamos jodidos.

Haidar rio.

– Esa boca, Lázaro. Que parece mentira que hables así.

No recibió más respuesta que un resoplido. Haidar giró ligeramente la cabeza. Su amigo iba un poco más retrasado, pero quien cerraba la marcha era Miguel. Se había puesto la armadura pesada de combate, como Ghada. Los demás llevaban la ligera, la que solían ponerse en las exploraciones. Desde la separación de Samuel habían estado todos un poco nerviosos y habían dormido mal. Pero ninguno tan mal como Miguel. Ghada le había tenido que obligar a tomarse un somnífero y descansar doce horas antes de la misión. Necesitaba al equipo en plena forma.

Los días en el planeta eran demasiado largos en opinión de Haidar, pero no podían hacerle nada. Treinta horas. No estaban acostumbrados y él mismo reconocía que no esperaba el cambio conforme al calendario de la Tierra. Pero no estaban allí de vacaciones, así que tuvo que resignarse.

La cordillera empezó a desestabilizarles en cuanto estuvieron a menos de un kilómetro. Todos sus músculos se agarrotaron ligeramente, como si se prepararan para algo. Dejaron los vehículos en una de las entradas a las cuevas. Eran extrañamente redondas, como si las hubieran construido. Pero no había señales de vida en el planeta. Ni siquiera plantas. Llevaba cinco mil años helado.

Ghada entró primera, seguida por Elena y Haidar. Lázaro y Miguel cerraban la marcha. Las máquinas de medición que llevaban enloquecieron como si estuvieran en un campo magnético parecido al de un sol. Tuvieron, una vez más, que apagarlos. El agarrotamiento en los músculos había pasado, pero la sensación de incomodidad no.

El camino estaba despejado. Dentro de las cuevas no había nieve, sólo hielo, como si en vez de piedra estuvieran formadas por un glaciar. Las paredes eran opacas, no podían ver qué había más allá y su forma curva los aprisionaba. El sonido era inexistente, como si hubieran sido sumergidos en un líquido espeso. Ni siquiera se oía el viento recorrer las cuevas. De hecho, no corría ninguna brisa allí dentro. No había huellas en el suelo porque tampoco había nieve.

– No está aquí –dijo nervioso Lázaro.

– Intentemos llegar hasta el final, ya sé que no os gusta el sitio –dijo Ghada. Su tono de voz no dejó lugar a la réplica.

Avanzaron sin dejar de sentirse oprimidos entre aquellas paredes curvas, pero al contrario que las otras veces, la sensación no aumentó conforme profundizaban en las entrañas de las cuevas. Ghada sacó su fusil de repente, siendo rápidamente seguida por Miguel. Eran los únicos que llevaban armas de gran calibre. Los otros tres tenían pistolas pequeñas que más bien servían para aturdir. Lázaro se pegó a Haidar y Elena hizo lo mismo. Abrieron el comunicador entre los tres.

– No me gusta este sitio –dijo ella. Las paredes parecían estar a punto de abalanzarse sobre ellos. El lugar estaba iluminado como si una luz blanca atravesara toda la estructura. Pero, al mismo tiempo, no podían identificar la fuente. Simplemente, se veía.

– No puedo quitarme de la cabeza la última vez que estuvimos aquí –dijo Lázaro, nervioso.

– ¿Qué viste? –preguntó Elena. No había preguntado hasta ese momento por lo que habían pasado la última vez.

– Vi agua negra subiendo por las paredes de las cuevas. Me vi a mí mismo, insignificante y atrapado en una burbuja de hielo mientras me hundía en las profundidades.

Lázaro se aferró al brazo de Haidar. Elena tragó saliva ruidosamente.

– ¿Tú qué viste? –preguntó en un susurro Haidar. El camino había dejado de ser recto y ahora descendían casi dejándose deslizar.

– Un monstruo –dijo Elena, sin emoción en la voz–. Una enorme criatura hecha de oscuridad y maldad. Pero cuando quise darme cuenta, yo era el monstruo y os devoraba a todos.

– Joder, gracias –soltó Lázaro, enfadado.

– Todos sufrimos una alucinación causada por algo –dijo Haidar.

– ¿Tú qué viste, Haidar? –preguntó Elena.

– No le preguntes, no te va a responder –se quejó Lázaro–. Llevo semanas haciéndolo y siempre me dice que no quiere hablar de ello.

– Nadie quiere hablar de ello –se defendió Haidar.

El túnel se estrechó visiblemente y volvió a ascender. Siempre que aparecía una bifurcación, tomaban el camino de la izquierda. Así no se perderían al regresar. Ghada además hacía marcas en las paredes. Sus botas no hacían sonido. Los golpes contra las paredes tampoco. Se pasaron caminando lo que les pareció horas, yendo más debajo de lo que antes nunca habían hecho. La luz empezó a desaparecer y la sensación de opresión aumentó de repente. Les costó respirar, Lázaro dijo que era como estar metido en los intestinos de una gran bestia. El túnel se estrechó aún más y tuvieron dificultades para pasar. Pero al doblar el siguiente recodo se encontraron en un espacio abierto inmenso, demasiado como para estar dentro de la cordillera. Al mirar hacia arriba vieron una faraónica cúpula de hielo. Era hermosa y delicada, pero parecía natural. En el centro de aquella estancia había lo que parecía una estalagmita. Era la única estructura que habían visto en el planeta. Se acercaron con precaución. De repente, Ghada echó a correr hacia ella.

– ¡Ghada! –gritaron todos por el comunicador. La siguieron. Ella alzó su fusil y empezó a golpear el hielo con la culata. No sonaba nada. Al acercarse comprendieron por qué lo había hecho. Dentro de aquella estalagmita estaba Samuel, en pijama. Su rostro era blanco y se le marcaban los huesos de los pómulos.

– ¡Miguel! –Ghada se detuvo– Saca la sierra y saquemos al chico de aquí. Lázaro, prepara ropa de abrigo y tú, Elena, inyecciones de adrenalina.

Pero la sierra ni siquiera hizo una muesca. Tampoco produjo sonido. La sensación de irrealidad los consumía. Haidar retrocedió un paso de repente. La expresión de su rostro era horrorizada.

– Tenemos que regresar –dijo, alarmado. Ghada se volvió hacia él.

– ¿Qué dices, Haidar? –Su tono era inquisitivo. Pero Haidar no apartaba los ojos de la estalagmita.

– Tenemos que regresar. Rápido. Antes de que se cumplan.

– De que se cumplan el qué.

Todos lo observaban entre temerosos y recelosos. Lázaro dio un paso hacia él, pero Haidar retrocedió, negando.

– Lo que vimos –balbuceó en un susurro. Tenía las pupilas dilatadas–. ¿Nunca os contó qué había visto él?

– ¿Se vio a sí mismo así? –preguntó Ghada. Haidar negó con la cabeza–. Entonces, ¿qué vio?

– Huesos –respondió–. Él vio huesos. Estaba dentro de la estalagmita, encerrado. Y gritaba porque unas formas monstruosas se movían entre las cuevas. Y buscaban…

– ¿Qué buscaban? –Ghada había bajado la voz, pero alzado el fusil, apuntando a las entradas.

– Carne –respondió Haidar–. Carne, huesos, sangre…

– Estábamos hambrientos –dijo de repente Miguel. Tenía la mirada perdida, las pupilas dilatadas–. Llevábamos aquí mucho tiempo. Olimos y escuchamos el latido de los corazones. Hacía tanto tiempo que no comíamos nada… Queríamos despedazaros, pero teníamos que alimentar a los niños… Todo debía ir hacia abajo. No podíamos devoraros.

– ¿Miguel? –Elena le llamó, pero no se acercó, sino que alzó su pistola y retrocedió. Su espalda chocó contra la estalagmita. Un golpe resonó en ella y se giraron. Dentro, Samuel la golpeaba y gritaba. Pero no oían nada. El silencio era pesado y estuvieron obligados a mirar, paralizados, cómo la piel de Samuel se agrietaba y ensangrentaba, cómo su cuerpo acababa transformado en una pasta sanguinolenta que resbalaba por las paredes hacia el fondo de la estalagmita, siendo absorbida por el propio suelo.

– Era el más joven, el más influenciable –dijo Miguel, con un extraño tono de voz. Había soltado el fusil. Sus ojos eran ahora claro, sin pupila–. Y este el más resistente. Este podía albergarnos. Como ella.

Señaló a Ghada, quien no esperó. Disparó su fusil contra Miguel, que cayó de espaldas. Un charco de sangre se extendió por el suelo de forma extraña, como si en vez de liso estuviera agrietado. No había sonado el fusil ni el golpe del cuerpo.

– ¡¡Corred, regresad a la base y salid del planeta!! –ordenó Ghada. El cuerpo de Miguel empezó a convulsionar. Los demás no necesitaron que se lo repitiera. Salieron por la galería por la que habían entrado. Estaban a oscuras, pero encendieron las linternas y apuntaron a las paredes. Pudieron ver entonces qué había más allá del hielo. Huesos. Huesos grandes y pequeños pertenecientes a seres para los que no tenían nombres. Siempre por la derecha, Haidar encabezaba la marcha. El silencio se rompió con un rugido que les heló la sangre. Elena tanteó en su bolsa y les pasó algo. Se inyectaron adrenalina. A su alrededor resonaban arañazos que eran más bien como risas. Sombras oscuras los perseguían por dentro de los muros. No sabían qué eran, no podían pararse a enfocarlos. Corrieron con todas sus fuerzas, sin escuchar sus pasos pero sí los de sus perseguidores. Temieron perderse, pero finalmente salieron al exterior y el sol les golpeó en la cara. Se montaron en los vehículos medio a ciegas y salieron disparados.

Con las prisas, Elena no coordinó bien y el vehículo fue marcha atrás. Gritó, pero ni Lázaro ni Haidar se volvieron. Su voz se interrumpió de pronto y el silencio se adueñó del comunicador. Nada hacía ruido, ni el viento que cortaban los vehículos o las ruedas de estos por el terreno. Era como si la sombra de la cordillera estuviera sobre ellos.

La base parecía la de siempre y no detuvieron bien los vehículos, tirándose prácticamente de ellos. Lázaro miró hacia atrás, pero en la llanura blanca no se veía nada. Haidar le cogió de la mano y entró, con la pistola en alto. Dentro no había nadie. No se detuvieron a registrar el lugar y corrieron hacia la plataforma de despegue de la nave. Fue en la puerta de ésta donde estaban las estalagmitas.

– ¡Sáltalas! –gritó Haidar. Sus compañeros gritaban dentro y se deshacían como antes lo había hecho Samuel. No hicieron nada por ellos. Lo único que querían era llegar a la nave. Por primera vez, notaron el frío paralizante en los huesos. Allí, en la pista, estaba Ghada. No llevaba casco y la mitad de su rostro estaba herido.

– ¡Están aquí! –les gritó–. ¡Hay que huir! ¡Hacia las cuevas de nuevo, allí podremos perderles y acabar con su nido!

Lázaro no se lo pensó dos veces y disparó su pistola. El cuerpo de Ghada empezó a convulsionar.

– ¿Cómo…? –preguntó Haidar mientras subían por las escalerillas.

– No llevaba casco –señaló Lázaro–. Y Ghada jamás daría una orden sin poner su tono de comandante.

Avanzaron hacia la cabina de mandos. Lázaro intentó sentarse, pero Haidar lo retiró.

– ¿Qué pasa…? –empezó a preguntar. Haidar se quitó el casco. Tenía los ojos claros, sin pupilas. Sonrió.

– Por fin no me molestarán –dijo–. Por fin te tengo para mí solo.

Lázaro no pudo gritar. El frío se coló en su cuerpo al primer mordisco.

CARMEN SUÁREZ
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