Ir al contenido principal

Gonzalo Pérez Ponferrada | Una cita en Lanzarote

Todavía recordaba su última mirada, cuando se dijeron adiós. Hacía muchos años que no tenía noticias de ella y no sabía si podría reconocerla. Nunca la había olvidado. Tanto tiempo sin acariciarla, sin besarla… Ahora la estaba esperando en Teguise, la antigua capital de Lanzarote. Después de tantos años sin verse, ese encuentro sería como una cita a ciegas con una mujer desconocida.



Él ya era un anciano descontento, esperando un final gris. Como todos los finales grises que se precien. Le llegaría su última hora en un día cualquiera. Quizá una hora antes de comer, cogiendo el autobús o pagando el arrendamiento de esa destartalada habitación que había alquilado en un bajo del viejo barrio madrileño de Malasaña. Había fracasado en su intento de ser escritor, de ser padre y de ser amante.

La primera vez que la vio él ocultaba sus 45 años con una imagen muy juvenil y ella hacía pocos meses que había cumplido 18 años. Ella se llamaba Amelia, y el día que la descubrió el cielo de la isla tenía un color amarillo ceniza, una tonalidad que sólo puede apreciarse en Lanzarote.

Era alumna del primer curso de Derecho de la Universidad de La Laguna. Se había escapado con unas compañeras de clase a la isla de los volcanes. Fue el mejor fin de semana de Eusebio Sastre, un escritor de éxito que escribía novelas malas. Nunca había visto antes los colores que había en ese cielo isleño, y nunca apreció antes las tonalidades que se reflejaban en las casas.

Y los olores. Las fragancias nuevas, perfumes de almizcle e incienso llegados de oriente se escapaban de aquellas tiendas ambulantes de ropa y cuero. El mercadillo de los domingos en la Villa de Teguise estaba a rebosar de gentes llegadas de todas partes. Por aquellos años la isla canaria de Lanzarote era el refugio de artistas que huían de la mediocridad que había rondado los años noventa.

Su figura resaltaba entre todas las siluetas femeninas de aquel domingo. Ella bailaba en la terraza de un bar de La Villa, como también llamaban a Teguise. Danzaba al son de una canción cubana y de los rayos de sol del medio día. Los mismos rayos que calentaban su joven cuerpo.

Su cadera sujetaba de forma liviana una falda corta con volantes que descubría unas hermosas piernas bien moldeadas y bronceadas. Entre el balanceo de su cabello castaño y rizado se deslizaba la música que entonaba un exiliado cubano. Melodías olvidadas de trovadores de otros tiempos. Tenía los ojos de color miel oscuro y una boca roja y carnosa. Su olor colmaba su cuerpo de fragancias. Nunca se había excitado tanto mirando a una mujer.

Era domingo en Teguise. Paseando por sus calles blancas y encaladas de edificios distinguidos se respiraba todavía el pasado. Los años en que fue una villa señorial, donde la nobleza isleña pasaba las horas a la sombra de sus palmeras.

Todos se daban cita en aquellas mañanas de La Villa. Músicos desterrados de sus propias canciones, artistas inconformistas y ejecutivos metidos a hippies se reunían en aquellos domingos de placer, donde la única liturgia era la música. Aquellos artistas habían elegido Lanzarote para terminar sus días colocados de felicidad.

La luz de la isla no se parece a ninguna luz. Son tonos blanquecinos mezclados con el gris plata de su cielo y el negro profundo de sus mares de lava. Eusebio Sastre, a pesar de ser un novelista mediocre, estaba lamiendo los placeres de la fama. Acababa de triunfar con una novela histórica que había copado las ventas en la última feria literaria.

Él también había buscado su hueco personal para disfrutar de unos días de soledad en la "isla del fuego", como él llamaba a Lanzarote. En la terraza de un bar destartalado y lleno de mesas abarrotadas de gente se conocieron. Se miraron largo rato, al ritmo de ella y de su cuerpo.

Al comienzo fue una aventura que despertó la curiosidad de ambos en la búsqueda de sus cuerpos y en las caricias más osadas. Era una invocación urgente a la unión más sagrada. No existía el límite, la linde de lo prohibido. La frontera más peligrosa la marcaban sus propios sueños.

Ella acababa de salir al mundo de los mayores, y él llevaba muchos años en él. Pero esa realidad no lo paró, no lo frenó. Ni la más mínima duda, a pesar de que ella podría haber sido su hija. Una hija que no llegó a tener nunca.

Estuvieron juntos muchos más días de los planeados. Las compañeras volvieron a la facultad y ella se dejo seducir por aquel hombre maduro que la deseaba hasta lo más infinito de su cuerpo. Ese hombre que por las noches le mordía y le susurraba al oído viejas historias de hombres fracasados que no dejan huella. Cada jornada, después de hacer el amor, él la abrazaba por detrás muy pegado a ella, y se quedaban dormidos.

El tiempo se había comprimido de tal forma en sus vidas, que una noche de cielos rojos cayeron en la cuenta de que llevaban casi un año amándose, viendo pasar las horas como si fueran segundos. Mimándose, tocándose, besándose todas las horas de todos los días.

Habían tomado prestado el tiempo para estar juntos y nada existía fuera de aquellas caricias infinitas. Pero llegó un día que había que pagar lo que se adeudaba, y el tiempo les pasó factura.

Nunca supo porqué la dejó el día menos esperado. Cuando eran más felices y cuando ella le había prometido amor eterno. Se fue, y nunca se arrepintió de ello, aunque siempre la tuvo secuestrada en la última retina, donde se quedan las imágenes más queridas. Se largó con aquella mirada desconcertada de ella, en una mañana tan blanca como las demás.

Está citado en el mismo bar de mesas destartaladas un domingo, igual que el domingo que se vieron por primera vez. Y ahora está esperando a una mujer que ya no conoce. A una forastera alejada de sus sentimientos.

No sabía realmente qué hacía ahí. Ella seguramente sería una bella mujer rebasando los treinta años, y él, un fracasado esperando su final. Quizá por eso, en el último momento decidió levantarse y frustrar ese encuentro. No quiso verla y se marchó.

Caminó y se alejó del lugar y se sintió más solo que nunca; más solo que cuando huyó por primera vez de su regazo. Y ahora le duele el pecho, le está estallando el pulmón y no sabe si dejarse morir. Serán los nervios del momento lo que le ha acelerado tanto el corazón.

Siente desmayarse cuando la ve desde lejos. Es ella, está seguro, no ha cambiado. Tiene 18 años, y eso es imposible. El mismo pelo rizado, la piel tersa. La misma juventud y la música acompañando a su sueños mortales.

Es esa habitación del bajo de Malasaña la que le lleva privando de la luz de la isla del fuego, desde hace muchos años. Desde que lo abandonó la literatura y se convirtió en un viejo solitario.

Cierra los ojos y la sigue viendo a ella. Está igual de guapa. Con sus labios carnosos y rojos. No quiere abrir los ojos cuando siente al enfermero hurgando en su cuerpo, haciéndole los masajes cardíacos. No quiere oir al médico decir que sus pupilas ya están dilatadas, que ha fallecido. Que está muerto.

Eso no es cierto. Él no está tirado en ese cuartucho del bajo de Malasaña, oliendo a perro muerto, a viejo abandonado, porque hace mucho que está con Amelia en Lanzarote. Con su amada Amelia, con su piel y sus olores de almizcle y con sus manos, bailando al son de las viejas canciones de marineros cubanos. Mirándola y abrazándola por detrás para siempre, hasta el amanecer de los tiempos.

GONZALO PÉREZ PONFERRADA