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Los actores de la izquierda

Como es probable que esta sea mi última columna del año, quería escribir algo distinto a señalar las falacias argumentativas de los políticos o la sesgada visión del espacio público de los medios de comunicación. Sin embargo, el poder, la influencia y el dinero no dejan de aparecer de forma conspicua como los tres elementos que, al menos en apariencia, mueven a la acción a aquellos.

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Por sí mismos, estos elementos no son negativos para una sociedad más justa e igualitaria. Utilizados como medios para alcanzar los propios fines a expensas de los posibles perjudicados y sin que se hayan utilizado medios democráticos, sí lo son.

Por tanto, he postergado para una época menos agitada la decisión de escribir de algún otro asunto que no sea estrictamente político: arte (en sentido amplio), cultura (en sentido amplio, también)... Comprendan que es difícil resistirse a señalar las campañas mediático-políticas cuando las percibe uno, que todavía dispone de capacidad de indignación. Así que allá vamos.

El último congreso del principal partido en la oposición resultó todo un espectáculo, en el sentido recto de la palabra: actores, guión, coreografía y atrezzo. Como en una obra de teatro antigua, los viejos sabios tuvieron su papel, y hasta algún muerto resucitó para darnos consejos desde el más allá.

Desde las lejanas provincias, futuros césares se subieron al escenario para representar la renovación. Al mismo tiempo, los medios de comunicación afines dedicaban gran número de páginas a narrar la obra a la ciudadanía y a hacernos conscientes de su gran importancia. "No se la puede perder", parecía leerse entre líneas.

No contentos con esto, dichos medios, cuyo nicho de mercado es el centro-izquierda (o lo que entiendan por eso), suministran desde entonces, día sí y al otro también, entrevistas y artículos de opinión de sociólogos y juristas que nos alertan del "peligro del populismo".

Da la impresión de que las cabezas pensantes que quedan en ese partido están alarmadas porque no capitalizan el amplio descontento ciudadano con el Gobierno. Por consiguiente, ejercen un ataque preventivo contra la posible tendencia de su electorado natural a elegir o a articular otras opciones políticas más ambiciosas. Más bien, cabría decirles que se puede señalar lo opuesto: el peligro del conformismo o del partidismo totalizador que conduce a la parálisis política.

No obstante lo anterior, esos líderes y los miembros de sus fundaciones anejas no parecen darse cuenta de que para muchos ciudadanos la idea de la izquierda no está tan asociada a la estabilidad política a cualquier precio como a la democratización en tanto tarea permanente y siempre inacabada.

Ejercer esa suerte de pragmatismo estratégico y evitar la confrontación en áreas sensibles no resuelve problemas, sino que posterga su solución. No abordar reformas democratizadoras por cálculo electoralista priva a medio plazo a sus potenciales votantes de razones para votarles. Son las paradojas de la izquierda, que, al menos en España, han madurado de forma acelerada hasta reventar en su crisis actual.

Quizá pueda pensarse que a dicha izquierda, al menos a la que se le proporciona espacio, micrófono y plano, le falta vocabulario, consecuencia de su idea estrecha de la democracia y de la sociedad. Lo anterior resulta evidente cuando dicen: "Lo que quiere la ciudadanía es...", "lo que le importa a los españoles es...", "lo que la gente espera es...", como si el líder o caudillo mediático de turno poseyese esa omnisciencia divina o ejerciese esa representación schmittiana cuasi mística que le capacitase para ejercer el poder sin ataduras. Sería deseable, en mi opinión, que dejara en el museo de los errores el paternalismo (aunque bienintencionado) y la hybris.

Yendo más allá, puede que nunca sea demasiado tarde para considerar la idea de que la ciudadanía no debería ser una excusa o una coartada, ni un mero objeto de seducción, comprensible mediante sondeos de opinión, sino el principal sujeto político en su poliédrica constitución: múltiples grupos sociales de diferentes tendencias políticas y diversas situaciones de riqueza e ingresos, heteróclito conjunto de creencias y cosmovisiones.

Precisamente por esta diversidad, los procedimientos democráticos, siempre en proceso de mejora, para no sólo conocer sino también fundamentar la opinión de los ciudadanos, deberían dejar de ser la excepción, tal como ocurre hoy en día, y convertirse en la norma.

En vez de abjurar, por ejemplo, de las consultas ciudadanas periódicas como los referéndums, aduciendo un nivel de participación por debajo del 50 por ciento (parece ser el caso suizo, aunque depende de lo que se pregunte), se podría señalar que ojalá viviéramos en un país en el que se requiriera nuestra opinión con tanta frecuencia, aun a riesgo de que no quisiéramos participar siempre.

En esta línea, produce, en el peor de los casos, pasmo, y, en el mejor, cierto bochorno oír a algún miembro del partido en la oposición que deberían "abrirse" a la sociedad/ciudadanía, dando a entender, de esta manera, que estaban cerrados a ella, precisamente sus representantes en el Parlamento y demás instituciones del Estado...

En definitiva, habría que preguntarles a esos dirigentes, a esos analistas y expertos en marketing político cuál es su concepción del ser humano y cuál es su idea de lo que debería ser una sociedad bien ordenada (en términos de Rawls). Quizán no quieren reconocerlo, pero, a tenor de sus manifestaciones y acciones, su idea de la democracia es más elitista que deliberativa, mucho más próxima a Schumpeter que a Habermas, lo que puede satisfacer a algunos y frustrar a muchos más.

UBALDO SUÁREZ
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